Vamos, La Rose ––dijo Saint––Florent––, coge a esta bribona y estréchamela.
Yo no comprendía esta expresión: una cruel experiencia me descubrió pronto su sentido. La Rose me cogió, me coloca las caderas sobre un banquillo que no tiene ni un pie de diámetro; allí, sin otro punto de apoyo, mis piernas caen de un lado, y mi cabeza y mis brazos del otro. Fijan mis cuatro miembros en el suelo con la mayor separación posible; el verdugo que debe estrechar los accesos se arma con una larga aguja en cuya punta hay un hilo encerado, y sin preocuparse por la sangre que derramará, ni por los dolores que me ocasionará, el monstruo, frente a los dos amigos divertidos por ese espectáculo, cierra, mediante una costura, la entrada del templo del Amor. Así que ha terminado, me da la vuelta, mi vientre se apoya en el banquillo; mis miembros cuelgan, los fijan de igual manera, y el indecente altar de Sodoma se atranca del mismo modo. No os menciono mis dolores, señora, tendréis que imaginároslos; estuve a punto de desmayarme.
––Así es como las quiero ––dijo Saint––Florent, cuando me hubieron colocado de nuevo sobre las caderas y vio claramente a su alcance la fortaleza que quería invadir––. Acostumbrado a recoger únicamente primicias, ¿cómo sin esta ceremonia podría yo recibir algún placer de esta criatura?
Saint-Florent tenía la más violenta de las erecciones, le almohazaban para prolongarla; se adelanta, con la pica en la mano; bajo sus miradas, para excitarlo aún más, Julien disfruta de Cardoville; Saint––Florent me ataca: inflamado por las resistencias que encuentra, empuja con un vigor increíble; los hilos se rompen, los tormentos del infierno no igualan los míos; cuanto más vivos son mis dolores, más excitantes parecen los placeres de mi perseguidor. Todo cede finalmente a sus esfuerzos, me siento desgarrada, el reluciente dardo ha tocado fondo, pero Saint-Florent, que quiere ahorrar su fuerzas, se limita a alcanzarlo; me dan la vuelta, idénticos obstáculos; el cruel los observa masturbándose, y sus feroces manos maltratan los alrededores para hallarse en mejor estado de atacar la plaza. Se presenta allí, la pequeñez natural del local hace mucho' más vivos los ataques, mi temible vencedor no tarda en romper todos los frenos; estoy ensangrentada; pero ¿qué le importa al triunfador? Dos vigorosos golpes de riñones le sitúan en el santuario, y el malvado consuma allí un espantoso sacrificio cuyos dolores no habría podido soportar ni un instante más.
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Fragmento de "Justine". El Marqués de Sade.
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Hace 8 años.
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