jueves, diciembre 08, 2005

¡El placer que debió sentir Nico Tiberio!

Al encontrarse solo, sin saber cómo ni por qué, un penetrante olor a carne fresca empezó a obsesionarlo. El alcohol le calentaba el cuerpo y el recuerdo de la conversación le producía abundante saliveo. A pesar de lo primero, estaba en sus cabales.

Según él, no llegó a precisar sus sensaciones. Sin embargo, aparece bien claro lo siguiente:

Al principio le atacó un irresistible deseo de mujer. Después le dieron ganas de comer algo bien sazonado; pero duro, cosa de dar trabajo a las mandíbulas. Luego le agitaron temblores sádicos: pensaba en una rabiosa cópula, entre lamentos, sangre y heridas abiertas y cuchilladas.

Se me figura que andaría tambaleando, congestionado.

A un tipo que encontró en el camino casi le asalta a puñetazos, sin haber motivo.

A su casa llegó furioso. Abrió la puerta de una patada. Su pobre mujercita despertó con sobresalto y se sentó en la cama. Después de encender la luz se quedó mirándolo temblorosa, como presintiendo algo en sus ojos colorados y saltones.

Extrañada, le preguntó:

- ¿Pero qué te pasa, hombre?
Y él, mucho más borracho de lo que debía estar, gritó:
- Nada, animal; ¿ a ti qué te importa? ¡A echarse!

Mas, en vez de hacerlo, se levantó del lecho y fue a pararse en medio de la pieza. ¿Quién sabía que le irían a mentir a ese bruto?

La señora de Nico Tiberio, Natalia, es morena y delgada.

Salido del amplio escote de la camisa de dormir, le colgaba un seno duro y grande. Tiberio, abrazándola furiosamente, se lo mordió con fuerza. Natalia lanzó un grito.

Nico Tiberio, pasándose la lengua por los labios, advirtió que nunca había probado manjar tan sabroso.

¡Pero no haber reparado nunca en eso! ¡Qué estúpido!
¡Tenía que dejar a sus amigotes con la boca abierta!

Estaba como loco, sin saber lo que le pasaba y con un justificable deseo de seguir mordiendo.

Por fortuna suya oyó los lamentos del chiquitín, de su hijo, que se frotaba los ojos con las manos.

Se abalanzó gozoso sobre él; lo levantó en sus brazos, y abriendo mucho la boca, empezó a morderle la cara, arrancándole regulares trozos a cada dentellada, riendo, bufando, entusiasmándose cada vez más.

El niño se esquivaba, y él se lo comía por el lado más cercano, sin dignarse escoger.

Los cartílagos sonaban dulcemente entre los molares del padre. Se chupaba los dientes y se lamía los labios.
¡El placer que debió sentir Nico Tiberio!

Y como no hay en la vida cosa cabal, vinieron los vecinos a arrancarle de su abstraído entretenimiento. Le dieron de garrotazos, con una crueldad sin límites; le ataron, cuando le vieron tendido y sin conocimiento; le entregaron a la Policía...

¡Ahora se vengarán de él!

Pero Tiberio (hijo), se quedó sin nariz, sin orejas, sin una ceja, sin una mejilla.

Así, con su sangriento y desacabado aspecto, parecía llevar en la cara todas las ulceraciones de un Hospital.

Si yo creyera a los imbéciles tendría que decir: Tiberio (padre) es como Quien se como lo que crea.

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Pablo Palacio. Fragmento final de “El Antropófago”. Enero de 1927.

Escritor Ecuatoriano. Adelantado décadas a su tiempo y a la literatura Latinoamericana.

Los cinco años que tuve que esperar para recuperar su compilación de cuentos valieron la pena. Y dedicado a Edipa, quien también gusta mucho del escritor lojano.