viernes, abril 20, 2007

Embriagados por brisas del Guayas

Las convivencias salesianas resultaban unas vacaciones espirituales de la olla de presión social al interior del Colegio y de la represión sexual de los adolescentes.


Esa promiscuidad político religiosa repetida generación tras generación ante la dulce mirada de Don Bosco (cuya efigie logotipo es casi idéntica a la plantilla electoral del rostro de Correa) se parece a la canción de Songo, Borondongo y Bernabé. Mis tíos Bucaram Ortiz fueron compañeros tanto de Raúl y Ricardo Patiño, actual Ministro de Economía, como de Roberto Ponce, presidente del Tribunal Electoral del Guayas en las últimas presidenciales, y tío de mi compañero Mauricio Ponce Cartwrihgt, también sobrino de Alvarito Noboa y diputado recién destituido del PRIAN, al igual que su primo, nuestro compañero, Antonio Noboa, nieto de Luis Noboa Naranjo, al que aludía mi papá, el presidente Jaime Roldós, cuando llamó “insolente recadero de la oligarquía” a Febres-Cordero.

Las convivencias salesianas resultaban unas vacaciones espirituales de la olla de presión social al interior del Colegio y de la represión sexual que explica mucho de la católica política testicular del Ecuador post dictaduras militares. Si los medios de comunicación fueran avispados, captarían en los detalles más descentrados del fragor político los antecedentes del porvenir, las huellas del futuro debacle, la llamada a la derrota (suicida) de generaciones desperdiciadas, auto abatidas por el consumo.

Yo tenía 11 o 12 años cuando fui a mi primera convivencia.
Durante un fin de semana cambiaba la embriaguez de las brisas del Guayas por las de Posorja, en un paradisíaco centro de reunión con mar, canchas de fútbol, voleibol, básquet y varias mesas de ping pong, todo ello astutamente mezclado con catequesis, actividades de reflexión y charlas dirigidas por gustavinos. El segundo día, tras horas de juego y diversión, nos llevaron a un aula donde un sacerdote muy joven, que parecía hipopótamo y se comportaba como “nuestro pana”, había escrito con tiza roja en el pizarrón: ¡ASESINOS! Un silencio glacial se nos fue apoderando mientras el hipopótamo se mantenía de espaldas a nuestros pupitres. Al entrar el último, el hipopótamo giró vertiginosamente y nos empezó a gritar, uno a uno: “¡Asesino!”.

“¡Tú: asesino!”. Ante nuestra estupefacción, el religioso optó por acompañar a su sentencia de una pregunta “aclaratoria”: “¡Asesino! ¿O acaso tú no te haces la paja, ah?”.

Silencio total, risas nerviosas, culpabilidad evidente.

Quien no se había hecho la paja ya podía tirar la primera piedra. No cayó ninguna de nuestras manos, todas nos llovían desde el hipopótamo más asexuado del mundo mientras nos explicaba “el orden de los factores”: tus espermatozoides no te pertenecen a ti, sino a Dios; Él te los ha prestado, mediante una especie de Inyección Celestial, para que cumplas con decoro la Tarea Divina de la reproducción de la especie; cada vez que un esperma sale de tu pene en una dirección distinta al óvulo de una cristiana (no importa que la estés violando: peor es el horizonte de la no procreación, N. del A.), provocas millones de abortos, los de tus propios hijos.

Cualquier parecido con Rod McClure, el narrador de los documentales de Los Simpsons, no es casualidad. El rastro de involución de nuestras “fuerzas vivas” puede seguirse a través del paso de la influencia escolástica del Vicente Rocafuerte al Cristóbal Colón, y de ahí al abismal Opus Dei del Colegio Delta y similares. Las élites guayaquileñas pagan millonarias sumas por la educación de sus cachorros, pero no compran calidad académica sino prestigio social, prefieren el acceso a las páginas de sociales antes que al conocimiento.

Una vez que el Monstruo de los Andes y Hitler resultaban un par de pendejos a lado nuestro, los asesinos en serie y hacedores de holocaustos tres veces al día caíamos en convulsiones, llantos, confesiones y compromisos de enmienda.

Tras las correspondientes catarsis, penitencias y purgas, regresábamos a nuestros hogares y a nuestras brisas hechos unos angelitos, con una aureola prendida en la corona. Una santidad que duraba aproximadamente tres días… hasta el siguiente pajazo.

(continuará)

Por Santiago Roldós B.

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Tomado de Revista Vistazo. Jueves 19 de Abril de 2007.
El grafico acompañante es el mismo que se muestra en el articulo de la revista.